martes, 24 de junio de 2008

"Mi problema no es haber salido dos veces de Cuba: mi problema es que nunca he salido de Guantánamo". Entrevista a Octavio Armand (Dossier Armand)

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--Octavio Armand: "Mi problema no es haber salido dos veces de Cuba; mi problema es que nunca he salido de Guantánamo"
---------------(Entrevista a Octavio Armand)
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Por L. Santiago Méndez Alpízar / Chago





Tendré que comenzar diciéndole que de las lecturas más reconfortantes, verdaderamente ricas, que he realizado en mis últimos días, meses, son algunos de sus ensayos y poemas. Pero fuera necesaria antes una pizca de mi agradecimiento por la posibilidad de hacerle llegar mis lagunas, curiosidad, la inquietud de un poeta ignorante, acaso, a golpe de fatalidades geográficas, políticas, coyunturales. Seguramente usted sepa que para la mayoría de mis contemporáneos cubanos, su obra sigue siendo algo pendiente. De ahí que le agradezca, otra vez, la posibilidad de compartir su experiencia, sus reflexiones y versos, que a veces, sólo a veces, pueden ser lo mismo. Tal vez.

Aunque debo aclarar que su nombre está desde hace mucho en prestigiosas publicaciones, Plural, Vuelta, Újule, More Ferarum, Tsé Tsé …y que dirigió una de las más importantes revistas literarias de su momento, escandalar.

Se impone la Historia. Al menos, la Memoria. Para comprender su exilio definitivo, tendríamos que iniciarnos en los años 50, en la lucha contra el anterior dictador (digo anterior a los Castro, ¡also!), Fulgencio Batista. Si le parece bien, hagamos una separata de este primer abandono del país.


Usted tenía unos 12 años, era el 1958...


Una buena parte de la memoria es el olvido. Se me ocurre a veces que es su mejor parte. Quizá la historia de la humanidad debiera ser escrita por el fantasma de Alois Alzheimer. Sería algo así como plagiarle la página en blanco a Stéphane Mallarmé. Pero vamos a la crónica anacrónica que pide. Mi familia salió en un primer exilio el 5 de junio de 1958 tras pasar un par de días escondida en casa de mis padrinos en el reparto Vista Alegre de Santiago y otro par en La Habana en el Hotel Bristol, cuyo dueño era amigo de mi padre y donde él siempre se hospedaba. Los días habaneros fueron particularmente angustiosos. No aparecía mi pasaporte y se temía que fuéramos detectados, con imprevisibles consecuencias.

Había de por medio una exigencia de dinero y una amenaza de muerte o secuestro por parte de los llamados Tigres de Masferrer o de gente que aprovechaba la mala fama de este grupo gangsteril. Según el anónimo recibido -- con una cruz trazada al dorso en tinta negra --, mi padre tenía que dar 10,000 pesos. De lo contrario, lo matarían a él o secuestrarían a su hijo; y ese era yo, pues mi hermano mayor, Luis, ya estaba fuera, terminando su bachillerato en Hanover Park High School, en New Jersey, y luego preparándose en Saint Michael's College, Vermont, para cursar estudios en la Universidad Católica de Washington. Una cómplice hizo llamadas telefónicas anónimas al 676, que era nuestro número. Afortunadamente las había contestado mi hermana, Asela. Por casualidad mi padre no había estado en casa para recibirlas, lo cual dio tiempo para preparar la salida. Que fue una fuga.

"Está en Romelié," dijo Asela siguiendo el guión al atender el próximo ring que era casi de boxeo. "Regresa en dos días." Teníamos dos días para irnos. Y para irnos desapercibidos. Se evitó una salida de aeropuerto, por supuesto. O un viaje directo pero largo por carretera. Nos recogió de madrugada el Indio, nuestro chofer, por la puerta lateral, la de servicio, que daba a la calle Emilio Giro. Así fuimos a parar a casa de mis padrinos. Luego volamos a la capital.

Estos tigres hicieron su próxima exigencia a un comerciante español de apellido Seco, quien tuvo la peregrina ocurrencia de denunciar la amenaza al jefe del cuartel de Guantánamo. Una noche lo sacaron de su casa en pijamas y lo mataron a la salida del pueblo, en una bomba de gasolina donde los asesinos tuvieron que detenerse para echar combustible. Seco aprovechó que el jeep se había parado en seco para saltar y tratar de huir. Logró su fin por unas diez o doce zancadas pero perdió los cien metros planos con un trágico final de punto y aparte. En enero y febrero del 59 fueron enjuiciados varios de los responsables. Un capitán del ejército rebelde llevó a mi padre a conocerlos, ya condenados y a pocos días de su fusilamiento. Se pusieron de pie y se cuadraron. A mi padre le dio lástima cuando bajaron la cabeza, por vergüenza quizá, o miedo, y les deseó el perdón de Dios.


Durante aquel primer exilio fui un verdadero militante de la revolución. En la medida en que un muchacho de doce años lo podía ser. No me perdía de Radio Rebelde cuando lográbamos sintonizarla, como hacíamos en el patio de la casa de Guantánamo gracias a un Zenith de onda corta idéntico al que Fidel Castro tenía en la sierra. Cuando la familia iba a restaurantes, como hacíamos a diario mientras vivimos en el hotel Piccadilly de Manhattan durante el primer mes o mes y medio, y como luego solíamos hacer los fines de semana tras mudarnos a un apartamento, yo gustosamente me sometía a ayunos, a pesar de los refunfuños de mi madre. Con la diferencia entre lo poco que costaban mis ayunos y lo que hubieran costado mis comidas, iba a unos sitios llamados automáticos Horn & Hardart, pioneros de la comida rápida, y con el resto compraba bonos de la revolución.


Recuerdo lo orgulloso que me sentí al acompañar a mi padre a una manifestación de protesta frente al consulado británico en Mahattan. Inglaterra le había vendido aviones Seafury a Batista. Por eso nos aparecimos unos veinte o veinticinco cubanos frente a aquel pobre remedo del Palacio de Buckingham, como para que nos viera la descorazonada aunque muy coronada Reina de Inglaterra. La Reina Roja, hubiera dicho Alicia, de habernos acompañado. Había una gran bandera cubana. Pero también unos policías montados a caballo que de vez en cuando echaban un trotecito hacia nosotros, para mantenernos a raya y sin que entorpeciéramos el tráfico. Imagino que me sentía como un mambí en aquella manigua asfaltada y atiborrada de gente; y que deseaba que los cubanos, y no aquellos polizontes todavía más irlandeses que norteamericanos, hubiéramos sido los jinetes. La cosa se hubiera parecido un poco más a Palo Seco o Las Guásimas. No fue así. Qué le vamos a hacer.



Una vez triunfada la Revolución, usted y su familia regresan hasta el 1961, donde tienen que salir a lo que he llamado su exilio definitivo de la isla de Cuba. ¿Cómo recuerda al adolescente Octavio Armand, el regreso a la isla de los barbudos y su posterior abandono?



Regresamos a Cuba el 30 de enero. Nos quedamos varios días en La Habana. Siempre en el Bristol. Una compañera de estudios de mi hermana, que desde hace unas décadas vive su exilio en Nueva York y sigue siendo todavía gran amiga de la familia, Bessie Reineke, nos llevó al Hospital Calixto García, donde visitamos a heridos del ejército rebelde. Mientras mis padres trataban de consolar a esos muchachos y sus familiares, yo sentía orgullo por sus hazañas. Quizá también algo de envidia. Habían luchado, se habían sacrificado por todos nosotros. Por mí. Eran, redivivos, los mambises del 68 y el 95 que yo tanto admiraba.

Regresamos a Guantánamo la primera semana de febrero, el mismo día que Fidel Castro visitó la ciudad. Llegó poco después de nuestro vuelo. Yo fui a verlo con varios amigos cuando se paseó en jeep por la calle Pedro A. Pérez, la principal. Nos encaramamos al altísimo corredor de El Bisel, que estaba justo en la esquina de Pedro A. Pérez y Emilio Giro, a una cuadra de mi casa. Corrían días de júbilo y de mucha esperanza; y Fidel Castro era el gran héroe, por supuesto. Pero yo tenía héroes más cerca. Al alcance de la mano. Muchachos del 26 de julio. La familia Rodiles Planas, por ejemplo. Particularmente Samuel, que sigue en Cuba, donde es general. Y una hermana suya, Ñiquita, muy valiente, que visitaba nuestra casa para recoger antibióticos y dinero que llevaba a la gente de Raúl Castro. Si no recuerdo mal, tenía unas fajas especiales, recortadas para que se ajustaran a los muslos. Ahí se colocaba esas cosas. El ministro de economía del primer gabinete revolucionario, Reginito Boti, era como de la familia, aunque yo lo conocía poco, porque había estudiado y vivido mucho tiempo fuera, en Estados Unidos y Chile, donde se casó con su primera mujer, Marta, una chilena.


Pronto hubo un desencanto. Aquello cada día se parecía menos a lo acordado durante la fase insurreccional. Lo que consta, por ejemplo, en el Manifiesto de la Sierra Maestra, un documento importantísimo redactado de puño y letra por Fidel Castro y firmado por él, Felipe Pazos y Raúl Chibás. Desde hace décadas el gobierno lo oculta a los cubanos, pues evidencia cuánto y cómo han sido traicionados los ideales y postulados del 26 de julio. Precisamente los vínculos que teníamos con responsables del movimiento, unos ya desencantados, otros tan confundidos como nosotros pero todavía con cargos en de el gobierno -- en el aparente, pues el otro, el que de veras controlaba el destino de la isla, era minúsculo y operaba en la sombra --, nos permitió escarmentar a tiempo. Yo salí primero, junto con mi hermana, el 24 de diciembre de 1960. Mis padres en junio de 1961.


Lo único que conservo de Cuba son recuerdos, casi todos muy hermosos, muchos anteriores a mi fecha de nacimiento, recuerdos de una Cuba doblemente pueblerina, algo así como uterina y prenatal; unas fotos; un hacha petaloide taína que me regaló Hugo Consuegra; y dos trocitos de piedra de El Morro, que se habían aflojado o caído de una de sus murallas. Tenía también un puñado de tierra cubana, traída por el mismo amigo venezolano que me trajo El Morro en sinécdoque. Pero se la puse en un bolsillo a mi padre cuando a los noventa y siete años y medio lo enterramos en Nueva York en 1990. Ahora una venezolana se ha comprometido a traerme otro puñadito de tierra. Si la pudiéramos traer al por mayor, le dije, nos enriqueceríamos vendiéndosela a las funerarias de Miami. El humor, aunque negro, no debe faltar. Aunque falte humus de Yateras o humo de Vuelta Abajo, ¿no cree?



Sus poemas, y lo que me resulta más estupendo, en sus ensayos, siempre está la comida. Claro que esto dicho así es muy genérico. Pues eso digo, de forma global encuentro apetitosas frutas, referencias a platos…De hecho, ya hay algún amigo suyo, y mío, que le regalara todos los Caimitos. ¿Qué sabores conserva Octavio Armand de su Guantánamo génesis, cuales olores sobreviven a una vida de exilio?



Se ve que usted tiene más de gandío que de Gandhi, Santiago de Cuba. Esa observación suya lo delata como comelón de primera. Habría que decirle como le decía mi abuelo materno a un íntimo suyo: Te pago el entierro pero la comida no. ¿Que en mi poesía hay muchas referencias a la comida? Me sorprende la observación. En una Carta de relación de Biografía para feacios hablo de una muchacha como un níspero, o del níspero como un pedazo de trigueña con semilla; y hay una Cena en Son de ausencia que afortunadamente también hubo, empírica y hors livre, en casa de gente muy querida, Olivier y María Corina, él francés pero tal vez más venezolano que ella, caraqueña. En mis ensayos insisto en la raíz común de sabor y saber. Uno en particular, Arqueología del sabor, que en español solo ha aparecido en El Universal de Caracas, por entregas y en 1987, sí le da toda la razón. Por eso la lectura de un libro muy hermoso de Antonio José Ponte, Las comidas profundas, despertó en mí viejas añoranzas. Yo hice una carta a Ponte y a su editor, el pintor Ramón Alejandro, que tuvo la amabilidad de enviármelo, pero temo que nunca les llegó. Se la enviaba a través de un correo con escala que soñé infalible. No sé cuál falló: si el correo local en su vía demasiado aérea a Miami, o el que se suponía fuera de entrega inmediata y rotunda.


Quizá Venezuela ha sido una búsqueda del paisaje cubano. Lo que se llega a ver en el espejo retrovisor de un carro. Solo que de repente la imagen que iba desapareciendo en el retrovisor parece agrandarse, como si se nos viniera encima. Por lo visto mi destino resulta inagotablemente cubano. Dos veces salí de Cuba. Ahora me la traen envuelta para regalo. Como suplencia de un paisaje perdido, Venezuela incluye sabores y olores. El olor a jazmín que al caer la tarde se sentía en ciertos patios guantanameros, como el de los Peinado, por ejemplo, esquina de Martí y Crombet. Las frutas, por supuesto. Aquí volví a probar níspero, anón, mamoncillo, tamarindo, guanábana, zapote, eso que los habaneros llaman mamey o mamey colorao. Y caimitos, sí. Ultimamente bastantes caimitos. Tengo derechos exclusivos sobre la producción de la mata que hay en el patio de José Antonio Parra, un joven amigo caraqueño. Lamentablemente los pájaros no respetan esos derechos exclusivos que literalmente me han rendido más frutos que los de autor. Tampoco los respetan un par de osados cuyas vidas, si insisten en el abuso, corren peligro.


Aquí por fin volví a probar una empanada gallega como la que una familia gallega de vez en cuando le mandaba a la mía, allá, in illo tempore. La autora de esta enciclopédica empanada -- las otras en comparación quedaban empañadas -- no era gallega sino colombiana, la señora Carmen, a quien perseguí durante años por las tabernas españolas donde trabajaba. Me comía unas suculentas porciones in situ o la pedía entera para llevar. En una de estos mesones, que todavía existe pero sin Carmen -- ¿cómo puede existir así?, sin Carmen ha perdido su esplendor, como lo hubiera perdido el propio Bizet --, tenía permiso para entrar hasta la cocina y saludarla. A veces le llevaba flores.


Con Raúl Chibás hice muchos recorridos gastronómicos, casi peregrinajes, en Nueva York y Caracas. Buscábamos, con escasos bolsillos, platos rotundos. En el norte, milanesas con papas fritas. En el sur, chateaubriand bearnaise, favorito de Raúl, también con papas fritas. No crea que esto nos apartaba de lo cubano. Como los Armand, los Chibás son de origen francés, específicamente bernés, pero muy guantanameros. Yo le hacía muchas bromas a Raúl, que era comelón, por su Diario de campaña, que al parecer será publicado próximamente. Lo llamaba diario gastronómico. "La fecha que el Che recuerda porque se habían conseguido 127 balas de Springfield y dos carabinas San Cristóbal, también resulta inolvidable para ti, pero, pero -- decía yo levantando el tono y las cejas -- porque habías comido un lechoncito con yuca en el bohío de Valentín."


Los sabores son saberes. Son sones en Santiago y en Guantánamo changüís. Sabores y saberes que me amarran por la lengua, por el paladar, a nuestro paisaje y a nuestra historia. Pregones oídos en la infancia que los Matamoros recogieron en Frutas del Caney; estribillos de alguna conga oriental, como uno monótono y rarísimo, que insistía en la sal común a ambos apetitos: ¡Abre que voy, saco e sal!; o de algún guaguancó, aquel, por ejemplo, de pícaro doble sentido: quimbombó que resbala con la yuca seca. Así los sabores nos mueven la cintura y el esqueleto entero. Pero también nos aceran para resistir la adversidad. Mangos de Baraguá en el 78 y Loma de la Piña en el 95. Puntos cubanos. Puntos y aparte. Antonio Maceo y Periquito Pérez, que a ellos también los recuerdo cuando me como un pedazo de Cuba. El sabor como historia profunda, como arqueología, colma el cielo de la boca. Quizá por eso, ¿lo ha notado?, el Diario de campaña de Martí está lleno de sabores.



Usted llega a los EE. UU en una década y con una edad revoltosa. La primera juventud, y por las calles, los bares y universidades de San Francisco, New york, Miami; Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Gregory Corso…Con fondo musical: Bob Dylan, The Beatles, The Rolling Stones, por ejemplo. Tengo información de lecturas underground, donde participaban en NY., poetas cubanos en los 60, 70. ¿Cómo asimiló las formas y el contenido de la nueva casa el joven Armand?



En realidad yo no vivía en Nueva York sino en Kamchatka. Mi problema no es haber salido de Cuba dos veces, una de ellas al parecer definitiva, como dice usted. Mi problema es que nunca he salido de Cuba. Nunca he salido de Guantánamo. Y no precisamente del pueblo de mi infancia sino de uno casi legendario, casi taíno, el de mis padres y abuelos. Fui más Supermán en Guantánamo que en Metrópolis. Y por supuesto más Tarzán allí que en la selva; y más Red Cloud y Sitting Bull y Crazy Horse y mambí. Lo fui por niño. Y creo que por lealtad a ese niño, y a mis padres, pasé muy por alto la posibilidad de ser cosmopolita en Nueva York. No sé si lo digo con orgullo o vergüenza. Pero así fue. Y eso que ya para el primer exilio hablaba perfectamente el inglés, a tal punto que podía -- y puedo -- ser un espía en el norte o en el sur. Permítame mostrarle las cuatro paredes de eso que usted supone era mi nueva casa, nueva ciertamente en sus dimensiones y en la complejidad de los temas que la sacudían, pero anclada siempre en la calle Martí.


En mis años universitarios cuatro asuntos marcaron el debate y la vida estudiantil. Dos eran fundamentalmente políticos y afectaban profundamente a la colectividad: la discriminación racial y el entonces concurrente y dinámico Movimiento de Derechos Civiles, encabezado por el NAACP y luego por el imponente y carismático Martin Luther King; y la guerra de Vietnam y el entonces igualmente concurrente y dinámico movimiento anti-bélico. Los dos otros asuntos, también de enormes aunque un tanto más difusas implicaciones políticas, se centraban en la exploración y la expansión de la conciencia individual: el uso de drogas y la liberación sexual. Por un lado, el hippismo de las flores y la psicodelia, para distinguirlo del otro, de una sola p, cuyas apuestas iban en dirección contraria al del mundo pos-industrial y pos-todo, hasta postizo, cultivando no solo marihuana sino un ritmo más lento, más propio de la India que de Indianapolis o el Kentucky Derby. Un tiempo menos sometido a los relojes y a la espeluznante consigna sajona Time is Money. Por otro, la concomitante y explosiva respuesta del placer carnal a la agobiantes limitaciones de la ética puritana.


Resulta sintomático que estos dos asuntos, tan resumidos y confundidos en la revolucionaria consigna Make Love, not War, tengan un origen de laboratorio. Me refiero al LSD y la píldora anti-conceptiva. La píldora se debe a un descubrimiento de Russell Marker relanzado aproximadamente una década después por Gregory Pincus en un laboratorio de Shrewsbury, Massachusetts. El LSD fue descubierto en 1943 por Albert Hofmann en Basilea, pero solo más de una década después se empieza a convertir en un arma fundamental de la contra-cultura estadounidense, a raíz de los célebres experimentos de Timothy Leary en los años 60. Experimentos por cierto que se condujeron en la Universidad de Harvard, en Cambridge, Massachusetts. Volvamos al mapa: Shrewsbury y Cambridge, ambos suburbios de Boston. Resalto la geografía de la píldora y del LSD, epicentro del terremoto que sacudirá a la sociedad norteamericana, por lo sorprendente que resulta. O más bien nada sorprendente, si se acepta la tesis de una rebelión. Fue en Plymouth, Massachusetts, donde en 1620 se establecieron los puritanos del Mayflower. ¿Quién hubiera adivinado que esa flor de mayo retoñaría después de tres siglos en los hippies y luego en el mayo francés, cuando por segunda vez, como dos siglos atrás, Francia recibe aires de libertad de América del Norte?

Inicialmente, esquizoide que soy, me dividí en dos ante esta encrucijada. De inmediato, y desde siempre, por los héroes negros de mi patria y las injusticias que padecieron, yo estaba cuadrado con los negros americanos. Digamos que lo estaba desde el 57 por los incidentes en Little Rock, Arkansas. Nadie me tuvo que convencer en los 60. Y solo la falta de recursos me impidió asistir, buena gana tenía, a la gran marcha que se hizo en Washington para exigir igualdad de derechos para esa sufrida raza. De inmediato también me uní de buena gana a las muchachas que querían hacer el amor y no la guerra, aunque el amor, como iría aprendiendo, a veces tiene algo de guerra. O de guerrilla. Una alianza casi sagrada que poco le debía a las convicciones y sí mucho a las hormonas. Por eso suelo referirme a las hormonas como whoremones, pues gracias a Dios no son hormonitas de la caridad ni de la castidad.


Nunca participé en el mundo de las drogas. Por lo menos, no entonces. Muchos años después, y solo en dos ocasiones, probé hongos alucinógenos. Debo confesar que ambas experiencias fueron hermosas, No las he repetido pero tampoco las he olvidado. De Leary y Huxley me interesaba más la teoría que la práctica. A diferencia de muchos radicales de aquella época, tomé en serio la consigna del rey de la droga: Turn on, tune in, drop out. Poco a poco los radicales, entre quienes tenía varios compañeros, recayeron en las viejas consignas, pasando como disléxicos del comunismo al consumismo. Algunos sonrojarían al confesar, en medio de sus lujos, que efectivamente el tiempo es oro. Los más, domesticados por el señuelo del tenure, se han sometido a la apacible academia, contentándose, o cuidándose, con lo politically correct, que en ocasiones no es más que una vergonzosa autocensura.

Viví la guerra de Vietnam en dos tandas. Primero, estuve totalmente de acuerdo con el esfuerzo por contener a los comunistas. Que se luchara contra ellos, en cualquier parte del mundo, era una forma de combatir al castrismo que sojuzgaba a Cuba. Pero me parecían deplorables los argumentos de la derecha sajona. Aquello de My Country, Right or Wrong. Luego, tras la masacre de Songmy, me percaté de que, tal como se conducía, era absolutamente imposible que esa guerra se ganara; y que, dadas las circunstancias, entre ellas el tesón de los vietnamitas, que sugería una causa mucho más compleja que un ardiente episodio de la guerra fría, solo se avizoraba una creciente desmoralización en las fuerzas norteamericanas y a la larga una humillante derrota. La oposición al comunismo tenía que darse en otros terrenos, tanto geográficos como conceptuales. La fuerza, desprovista de inteligencia, era insuficiente. O peor: un bumerán.



Por estos años los jóvenes poetas José Kozer y Octavio Armand no se las tenían todas resueltas, dicen algunos. Yo no los he leído, pero me aseguran que hubo algún artículo suyo donde le decía hasta bonito, debido a la juntera que llevaba el bate con otro bardo dominicano, de cuyo nombre sencillamente no me acuerdo. Desavenencias limadas con el tiempo y un encuentro hace unos pocos años en su Venezuela, donde compartieron un Taller de escritura. Además por los 70 mantuvo una polémica con el uruguayo, Ángel Rama, a propósito de un inicial texto suyo sobre Martí que duró varias contestaciones, muchas opiniones y la participación de Reinaldo Arenas, quien envió una carta pidiendo la expulsión de los EE. UU., del uruguayo al Departamento de Estado, algo así. Creo que el detonante fue una Beca concedida a Rama. Todo esto me hace pensar que el joven Armand era bien enérgico, de palabra en ristre. ¿Cómo recuerda estos "pasajes"?



No debería contestar esta pregunta. Por lo menos su primera parte. Y es que se trata de una cuestión que en realidad no me atañe. Es casi ajena. ¿Cómo explicar algo que nunca sucedió? Con esto quiero decir que no he sido amigo ni enemigo de las personas que menciona. Hay otros casos similares en que sencillamente nunca ha habido vínculo ni contradicción ni relación. Es posible que yo me haya equivocado al apartarme de algunas personas o al acercarme a otras. Pero así ha sido. Por arisco, o provinciano, no sé, en mis afectos y simpatías me muevo como en un tablero de ajedrez, en blanco y negro. El hecho es que nunca he escrito acerca de ellos. Ni he hablado de ellos. Ni mal ni bien. Para ponerlo en términos librescos, no compaginamos. Eso fue, eso es todo. Cero. Nada. Ningún amigo mío se ha hecho enemigo de ellos, ni ha dejado de ser amigo mío por ser amigo de ellos, ni les ha puesto zancadillas ni les ha reclamado absolutamente nada. Lo contrario sí ha sucedido. Repetiré en versión ampliada y ojalá definitiva lo que le dije al propio José Kozer cuando después de más de treinta años nos vimos brevemente por segunda vez en la vida. Por cierto, fue un rato agradable.


Al grano. Tiene que buscarse un mejor informante. Hay muchas inexactitudes en la pregunta. Primero, como acabo de asegurar, nunca he escrito nada acerca de los poetas que menciona. No tenía ni tengo nada en contra de ellos. En absoluto. Tampoco hubo que limar asperezas en Caracas. Porque por lo menos de mi parte no había nada que limar. Otros hablarán de una supuesta fricción o enemistad, yo no. Sigue lo que comenté a José Kozer cuando el azar nos reunió en una mesa caraqueña hace un par de años. La única vez que lo había visto antes, allá por 1970, fue en una lectura de poemas en Nueva York. Participaban él y algunos de sus amigos. Yo asistí porque había recibido de parte suya una invitación. Asistí con un amigo chileno, Alberto Meza. Le pedí a Meza que me acompañara para agradecerle a Kozer que nos hubiera incluido a ambos en una antología de gente joven que él había preparado para una revista mexicana. Creo que se llamaba El rehilete. El me pidió unos poemas. Yo envié míos y de Meza. Fui pues con la mejor disposición. Lo que sucedió esa noche o esa tarde, no recuerdo, nada tiene que ver con enemistad ni polémicas. Por lo menos, repito, no de mi parte. Lo que sí sucedió, digámoslo así, fue lo que no sucedió. No me sentí en casa, ni vieja ni nueva, para utilizar su expresión. No sentí ninguna afinidad con nadie. Como buen provinciano, di las gracias por lo de la revista mexicana, y como buen provinciano me marché con un adiós. Haber dado las gracias en aquel momento significaba, como tenía que ser, que yo no podía pagar con cizaña. Y nunca lo he hecho. Pero repito: no sentí ninguna afinidad con aquel ambiente. Eso fue todo. Punto. Me parece injusto con José Kozer y conmigo que se insista en hacer explosivos con una burbuja.

Lamentablemente quizá, viví en Nueva York y ahora vivo en Caracas como si viviera en Kamchatka. De joven seguramente era insoportable, o aun más insoportable que ahora. De los amigos sobre todo esperaba un comportamiento consecuente entre dicho y hecho. Podía llevarme bien con cristianos y paganos, comunistas y anticomunistas, pero solo si los respetaba. Tenían que ser, o así lo exigía aquel ingenuo, lo que decían ser. Tenían que parecerse a sí mismos. He querido a gente dispar y hasta disparatada, pero capaz de raíz y buena sombra. Son pocos pero son, como dijera Vallejo de los golpes. Hombres de acción, comunistas, guerrilleros, homosexuales, octosexuales, seres que aparentemente nada tienen en común conmigo, pero que han sido cuates, como dicen los mexicanos. O entrañables, como seguramente dirían los origenistas. Que no piensen como yo, pero que piensen; que no sientan lo que yo siento, pero que sientan; precisamente esas diferencias nos enriquecerán, nos permitirán apoyar sombras y peldaños, hasta vacíos, y discutir y compartir gustos y razones.


Me reunía con muy poca gente. El ambientillo de la izquierda era mezquino. La académica, particularmente, más que zurda era siniestra. Sentía su fariseísmo, su hipocresía, como franca hostilidad. Porque prefería no engañarme. Intuía que detrás de todos aquellos guerrilleros vicarios estaban becarios y aspirantes a tenure. Nunca me han interesado en lo más mínimo ciertos híbridos que entonces abundaban: maoístas becados por el Norte revuelto y brutal, y bohemios y beatniks con tenure. Cacademia y cocademia. Para que rindan verdaderos frutos ha riesgos que no se pueden tomar solo en el papel.


Ciertas cosas, pese a tanto posmo que pasma, o son o no son. Como cantaba Ñico Saquito: Oye mi son, mi son, mi son,/ de los que son, son y no son. Hay el Popol Vuh pero también el Papel Vuh y el Babel Vuh y así al infinito. Si se trata de buscar una raíz sagrada para alguna tradición nuestra, me quedo con el primero. Punto.


Tampoco estaba a gusto entre los cubanos del exilio. Durante aquellos años tan difíciles, compartía su rabia, su frustración, pero no la tontería. Con decirle que en mi opinión los grandes aliados de Castro han sido la CIA y los cubanos del exilio. La primera vez que sentí respeto y alguna afinidad con un cubano del exilio, fuera de figuras como Raúl Chibás, por ejemplo, a quien desde niño admiré y luego quise como a un hermano muy mayor, o a un padre, fue a Julián Orbón. Culto, brillante, simpático, aunque por lo general deprimido, lo respetaba aunque discrepara de algunas opiniones o convicciones suyas. Durante una época lo frecuenté en su apartamento de la 96. Varias veces fuimos a ver juegos de pelota en Yankee Stadium.


Milagrosamente se logró que saliera para un almuerzo en casa de mis padres. También me visitó en Teachers College, en la Universidad de Columbia, seguramente -- imagino -- porque le habría comentado que mi secretaria, Miriam, era una simpática y bellísima panameña.

Voy a contarle algo para que comprenda lo minado que estaba el campo que pisábamos los cubanos entonces. ¿O siempre? Un enredo entre Natalio Galán y Julián Orbón que afortunadamente se disipó y tuvo, como en las telenovelas, un final feliz. Había cierta animosidad entre ellos. Para ser preciso, la había solo de parte de Natalio hacia Julián, de cuya música hablaba como si se tratara de una estrategia de la piel. "El se apoya en la tradición española," me aseguraba, "para resaltar su ascendencia asturiana, para subrayar al padre, y así encubrir a la madre, su costado santiaguero." Un disimulo mulato, pues. Tan interesante como reductivo, este determinismo racial, muy característico de Natalio, no le hacía justicia a la obra de Orbón.

Como Natalio vivía permanentemente en la impermanencia, entre otras cosas por una situación económica precaria, le sugerí que solicitara la Beca Cintas. Para las recomendaciones necesarias, él inmediatamente pensó en Guillermo Cabrera Infante, pues eran muy amigos. Las otras dos correrían por cuenta mía. Contaría con mi apoyo, que entonces era el apoyo de escandalar, que algún peso tenía, y el de Julián Orbón, a quien yo mismo se la pediría. Logré vencer su ¿pero tú crees...? y su lo dudo, y se puso mano a la obra. Pero no le dieron la beca a Natalio. Me llamó para informármelo y para sugerir que con una pésima recomendación el asturiano le había dado una puñalada. Aquí le pude garantizar que estaba siendo injusto, que estaba calumniando a Julián. Y en efecto, era así. Entre Julián y yo habíamos redactado esa carta en casa del compositor; inmediatamente yo mismo la había mecanografiado en su máquina de escribir; la había metido en el sobre que llevaba ya preparado, con las estampillas necesarias; la había sellado y metido en el buzón que estaba cerca de la entrada del metro en la parada de la 96 y Lexington. Hubo silencio, luego me concedió la razón y accedió a llamarlo para darle las gracias.

Un nudo que se deshizo. Me alegró evitar que Natalio cometiera esta pequeña injusticia, sobre todo porque este querido camagüeyano era un ser franco y amable. ¿Pero cuántos otros nudos no habría, idénticos o similares? En fin, a pesar de sus contradicciones y sus sombras, que todos las tenemos, gracias a Julián Orbón por fin vi la luz en el túnel del exilio. Me permitió hacer de la oscuridad un puente. Era como pasar del Lincoln Tunnel al Brooklyn Bridge. Cruzar bajo pleno sol y al aire libre distancias que me separaban en el tiempo y el espacio de la Cuba que extrañaba y quería conocer mejor. Orbón fue una puerta hacia el mundo de Orígenes, por ejemplo; y a través de él conocí a algunos cubanos en Nueva York. Pocos en realidad. Y solo uno se convirtió en otra puerta. Otro puente. Después, a lo largo de todos estos años, he tenido amistad con unos cuantos compatriotas. Varios pintores, compositores y escritores, un par de hombres de acción, gente muy diversa pero generadora de admiración y simpatía. Entre ellos, otro camagüeyano a quien quise mucho y siempre recuerdo con cariño: Severo Sarduy.



Nunca se comprenderá bien la historia de Cuba sin comprender sus exilios. ¿Cómo entender la República del 20 de mayo si no se estudia mejor el exilio del siglo XIX? En más de un sentido nuestra historia es la historia de nuestros exilios. Martí, por ejemplo, que vive la mayor parte de su vida fuera, y sueña a Cuba, volviéndola utópica, irreal, imposible. Tanto así que ni él mismo podrá vivir en ella. Va a Cuba para morir, para suicidarse. En esa muerte veo el destino trágico de todo un pueblo. Se vive del suicidio y para el suicidio. En escandalar se publicó un dramático ensayo de Guillermo Cabrera Infante sobre este asunto. Morir por la patria es vivir, reza el Himno de Bayamo. Yo todavía escucho ese himno con el orgullo del niño que, junto al estudiantado en pleno, lo entonaba los viernes por la tarde en el patio del colegio. Pero a veces me parece un canto de sirena. O una sirena de ambulancia. Y entonces hay un eco que duplica y deforma la letra. Es como si todos los cubanos, desde siempre, cantásemos el Himno de Vayamos. Vayamos a Miami, a Nueva York, a Madrid, dicen unos, atrapados dentro de la isla.


Vayamos a La Habana, a Santiago, a Guantánamo, dicen otros, atrapados fuera. Un día se tendrá que hacer la verdadera historia de este último exilio, como acaso dirá un futuro Bernal Díaz, que ya lleva casi cinco décadas y que ha tenido, como la historia interna, unos períodos más especiales que otros. Habrá motivos de orgullo y de vergüenza. Y se verá mejor entonces, o solo se verá entonces, la entereza, o falta de ella, con que se vivieron los años duros. La diferencia, por decirlo así, entre la codicia y el sacrificio, entre la vanidad y el orgullo. Aquellos miméticos, que a todo se parecían, que a todo se podían parecer, con tal de aparecer. La vergüenza ajena, luego la indiferencia, que sentí ante ellos. Posados siempre. Y ahora osados. Ahora que ya la condición de exilado no cuesta sino añadido aplauso. Denuedo que en un futuro menos secuestrado por la confusión se verá como posado de moda. Por cierto, y para evitar nuevos malentendidos, no estoy aludiendo a nadie en particular. Y sí a muchos. A unos cuantos. Y solo ellos saben exactamente quienes son; pues en el fondo se trata de una cuestión de conciencia. Nadie tiene que ser héroe. Nadie tiene que ser un mango de Baraguá, para ponerlo en los términos frutales que le gustan. Pero tampoco tiene que ser mango bajito.



Vamos ahora al caso de la polémica con Rama, que también trae inexactitudes. En una reunión de PEN Center de Nueva York le respondo a Rama un artículo suyo aparecido en México: La riesgosa navegación del escritor latinoamericano del exilio. Esa reunión fue en febrero del 80, justo en en umbral del éxodo del Mariel. Me invitó Dore Ashton, una querida amiga. ¿O fue Bernard Malamud, colega de Bennington College, quien si no recuerdo mal presidía entonces el PEN Center? La polémica fue recogida en dos números de escandalar, el 10 y el 13. A raíz de la primera entrega me llamó desde Miami Reinaldo Arenas, quien acababa de llegar al exilio. Le había gustado la frontalidad con que se enfrentaba el caso y muy particularmente lo que yo planteaba acerca del doble exilio. Los cubanos -- recuerde que me refiero a aquella época, mucho antes de la caída del muro de Berlín y el subsecuente descalabro de la masonería roja y rosada -- estábamos fuera de Cuba y también de la comunidad latinoamericana del exilio. Rama hacía catálogos de escritores entonces exiliados, como dicen los sureños. Pero cuando llegaba al caso nuestro, ¡alabado sea el santísimo! solo mencionaba a José Martí. Créalo o no.

Durante mi presentación, por cierto, estuvieron presentes dos comandantes de la Revolución, Raúl Chibás y Carlos Franqui, a quien Raúl me acababa de presentar. Como esos revolucionarios a quienes yo me refería como de 78 r.p.m -- creo que usted es muy joven para recordar los pesados discos de 78 revoluciones por minuto --, eran muchos quienes entonces se atrevían a borrarnos del mapa del exilio. Sin jamás correr ningún riesgo, estos rojos sin sonrojo eran capaces de eliminar a hombres como Chibás y Franqui, que habían estado presos y habían sido torturados por combatir a una tiranía, arriesgando el pellejo muchas veces. En cuanto a la carta de Reinaldo Arenas por la presencia de Rama en Washington, becado por el Wilson Center, el asunto efectivamente es cierto. Se dirigió al Departamento de Estado solicitando la expulsión del uruguayo y me llamó para pedir mi firma. La negué. Me parecía un error. Grotesco, por cierto. Nos colocaba precisamente en la posición que rechazábamos: la del perseguidor. Había por supuesto una lógica -- o una ilógica, como acaso hubiera dicho Macedonio Fernández -- en la actitud de Arenas: la del perseguidor perseguido. O viceversa pero no menos lamentable: la del perseguido perseguidor.



Como ve, se trata de temas que tienen sus bemoles. Ojalá haya aclarado lo atinente a la pregunta que formuló. He sido lo más sincero posible. Decía Fray Servando Teresa de Mier que no se podía decir la verdad de España sin ofender a los españoles. Quizá no se pueda decir la verdad de nada ni de nadie sin ofender. Yo mismo tendría que ser más capaz de ofenderme para decir mi verdad. ¿Pero a quién le interesaría? Soy y siempre he sido un solitario. No hago grupos ni pertenezco a grupos. Tengo un puñado de amigos a prueba de balas. Ojalá los merezca. ¿Enemigos? Por lo visto, algunos. Parece que yo mismo soy la fábrica de mis enemigos gratuitos. Pero nunca le he hecho a nadie enemigos gratuitos. A mí sí me los han hecho. Hablando de los enemigos, dice la Biblia: yo fui su canción. Eso para señalar a quienes se ensañan, se burlan de la víctima. Pues bien, yo sé de dónde son los cantantes. Pero si estoy condenado a tenerlos, francamente quisiera otros. Y otros sones. Mejores. La edición de Superficies, por ejemplo, fue saboteada por un che guevara de bolsillo. Patético personaje de las sombras a quien tuve la dicha de no conocer. Eso sucedió en 1980. ¿Una venganza por la confrontación con Rama? Pienso que sí. Yo quisiera poder respetar a algún enemigo. No tengo ninguno respetable en realidad. Solo de los otros, esos sí peligrosos, por taimados, traicioneros. A veces uno se siente menos solo cuando está solo. Pero basta.



Seguimos en los setenta, finales. Exactamente el verano del 77 y en un pequeño restaurante alemán que usted narrara, de Uptown Manhattan, el editor Víctor Batista le propone la realización de una revista. Surge entonces, escandalar.



Cierto.



escandalar fue, sin dudas, una revista importante, de referencia. Con colaboradores de gran prestigio. Traducciones de maestros de la literatura exclusivas para la revista. Sospecho que ha sido, además, de las revistas coordinadas por cubanos, la menos cubana. Aunque se le dedicara un dossier a Cuba en los finales. ¿Fue, también, ésta una razón más para su cierre en marzo del 84?



¿La menos cubana? Depende de cómo se defina lo cubano. No estoy de acuerdo en absoluto. Pero no me toca a mí el rol de desanudar todos los rollos que parecen hacer de la experiencia cubana una pesadilla aun mayor de lo que es. No fue una revista insolada ni insulada, para decirlo también en anglicismo. No fue una isla redundantemente aislada. Sí una ínsula extraña muy abierta, como se supone que son las islas. Por eso, en cada número, aludíamos a la navegación para referirnos a su orientación.


Fue cubanísima en su consejo editorial. Lo fue en la gama de colaboradores con que contó. Y la que le dio a esos cubanos, como tales, mayor respaldo. Precisamente porque no se trataba de una revista aislada ni de incestuosa orientación. Ahí no se incluía a nadie porque fuera cubano, ni se excluía a nadie porque fuera palestino. O chino. Pero no quiero hacer una apología de escandalar. Les tocará a otros, si es necesario y vale la pena. ¿Por qué se cerró? Habría que preguntárselo a otros. Yo no lo sé. Solo sé que se cerró cuando disfrutaba de una creciente y excelente acogida. Ah, que tú escapes, etc.



Entonces usted se muda a la América Latina. Venezuela. Está fresquito el Mariel, los escritores latinoamericanos en su mayoría siguen encandilados por la épica, los revolucionarios cubanos. Creo que podríamos siempre hacer verdaderas excepciones, pero en general la América hispana es refugio y cuartel, resistencia, apoyo a todo lo que venga de la isla, se enfrente a los EE. UU. Sin embargo desde Carlos Contramaestre, quien se pasó toda una tarde hablándome de usted cuando su nombre era solamente un nombre por primera vez, hablándonos de sus poemas, de sus ensayos, y siempre bien y con mucho respeto y cercanía, tanto que hubo quien se empecinó en dejar claro su, la de usted, cubanidad, pues si mal no entendí, siempre según Contramaestre, usted compartía con él alguna búsqueda alquimista, algo más importante que la política. Luego está su amistad con el grande de Salvador Garmendia. Escritor de izquierdas, reflejo de la mejor narrativa de la segunda mitad del pasado siglo. En fin, que su posicionamiento anticastristra no le ha eximido de que a día de hoy, para dejar en paz a los escritores idos, usted esté rodeado de un nutrido grupo de jóvenes creadores venezolanos, siga teniendo buena compañía en el viaje.



Ahora sí me está llevando a un territorio enteramente grato. Me gusta la pregunta. Me encanta que haya conocido a Contramaestre, que era médico y brujo, quien al ejercer la medicatura rural, según él mismo contaba, había logrado resolver la rivalidad de dos remotas aldeas vecinas haciendo crecer vertiginosamente el pequeño cementerio que tenían de por medio. "Esto que hasta ahora los ha separado," prometió señalando hacia el belicoso camposanto, "los unirá para siempre". ¿Qué tal esta ocurrencia del médico asesino, como yo lo llamaba, que luego le hizo un célebre homenaje a la necrofilia en una galería caraqueña?


Carlos fue uno de mis tres primeros y maravillosos amigos venezolanos. Ya todos han muerto. Siento que con ellos enterrados acá, tengo raíces de ceiba en esta tierra. Porque es como si yo también estuviera un poco enterrado aquí. Juan Sánchez fue el primero que conocí, en Nueva York a mis veinte o veiniún años, mucho antes de visitar a Venezuela por primera vez. A Salvador lo conocí en Caracas en el 79 y fuimos amigos ¡desde ya! Con él hice un inolvidable viaje en su Land Rover por el occidente del país. En Barquisimeto conocí a sus hermanos Herman y Carlos y a una tía muy anciana y simpática, como todos ellos, que cuidaba a su madre, que padecía de Alzheimer y ya no salía de la cama. Los Garmendia tenían la gracia y el don narrativo en los genes. Siempre le bromeaba a Salvador diciéndole que ojalá no se les ocurriera a los hermanos montarle la competencia, porque eran capaces de enmendarle la plana. Por cierto, esto le va a interesar al comelón que me entrevista, durante ese viaje probé la variadísima y excelente artesanía del queso del país: queso ahumado, queso de bola, queso de mano, telita, y muchos otros.


En Mérida Salvador me presentó a Carlos, con quien también simpaticé ¡desde ya! El primer día que nos conocimos me llevó al mercado viejo y me compró chimó, para que probara esa presentación del tabaco que hacen en la región, mezclando pasta de tabaco con especias. Es como un chicle de tabaco. Lo probé en la ducha y casi me ahogo en una gota de agua. Me mareó. Siempre he sospechado que el médico asesino trató de envenenarme, no advirtiéndome, por ejemplo, que el chimó se consumía por trocitos. ¿Alquimista yo? El alquimista era Carlos, que sabía encontrar oro en cualquier sitio. Hasta en mí.

Estar con Carlos o Salvador era una fiesta. Estar con ambos juntos era un carnaval. A ambos les preparé carnets como miembros del Partido Comunista Cubano en el Exilio. A ambos los he descrito como cuatros tocados por Freddy Reyna.


La última vez que vi a Salvador, pocos días antes de su muerte, se veía muy bien. Tenía la barba como la copa de un árbol frondoso, solo que al revés. Lo agarré por la barba y le dije ¡qué bien te ves, gran carajo! Entonces con un no lo creas me apartó para contarme sus recientes y amenazantes problemas de salud. Recuerdo la última imagen de Salvador, en el velorio. Al verlo muerto bajo el vidrio, y ya frío como un trozo de hielo, el ataúd me pareció un inmenso trago de whisky, como los que él acostumbraba beber, muchos años atrás, cuando bebía hasta quedarse dormido.

¿Nutrido grupo de jóvenes creadores venezolanos?


Yo solo estoy rodeado de agua por todas partes. A esta isla que soy, es cierto, la visitan algunos aventureros. Uno de ellos, para dicha suya y desdicha mía, es ahora su vecino, el cumanés pero también ciudadano honorario de Cuba por decreto personal mío y de todo cubano que lo conozca, Leonardo Rodríguez.



Y de su amistad con el Nóbel y tocayo suyo, el mexicano Octavio Paz, quien le dedicara un texto brillante en In/mediaciones (Seix Barral), ¿que se quedó, que prevalece?



Siempre admiración, agradecimiento, amistad. Como yo entiendo por amistad franqueza, sinceridad, entrega, y como creía y creo, en palabras del propio poeta, en la crítica a la pirámide, seguramente en más de una ocasión fui torpe, y colaboré en los altibajos que definieron esa relación, envidiada por más de uno. O una. En el hotel Algonquin de Nueva York hablamos de la diferencia de temperamento entre el Caribe y el altiplano. Creo que le resultaban inasimilables ciertos aspectos de lo caribeño. Las chanzas, por ejemplo. Gracias que podían ser desgracias. Paz tenía amigos con muy buen sentido del humor. Como Fernando de Szyszlo, por ejemplo. O yo, si me puedo incluir. Solo que el peruano era un viejo amigo. Aunque no eran exactamente contemporáneos, se habían conocido muy jóvenes. Y en cambio entre el Primeroctavio y Elotroctavio -- así me refería siempre al tocayo y a mí mismo -- mediaban un par de generaciones y en realidad muy poco tiempo de trato personal. Contextos, pues, muy diferentes para chanzas.

Yo siempre he echado bromas a la gente que quiero. Gracias a Darío, por ejemplo, me he podido burlar de ellos y de mí mismo: "Yo soy aquel que ayer no más decía/ Horizonte no es siempre lejanía."


"Dichoso Octavio, que es apenas sensitivo,/ y más Sánchez Peláez, porque ese ya no siente." Eso lo reía Juan porque sabía que yo lo quería muchísimo. Para este poeta venezolano, nacido en Altagracia de Orituco, aprovechaba también una copla tradicional de principios de siglo XX recogida por Planchart: "Altagracia de Orituco,/ ese pueblo no lo quiero,/ porque allí son muy malucos/ los doctores papeleros." Los doctores papeleros, imagino, eran abogados, jueces, notarios, pero tenía convencido a Juan de que la copla se refería a excretores: escritores y poetas.

Al pasar del Caribe al altiplano, las cosas cambian. A pesar de su gran inteligencia, Paz no tenía mucho sentido del humor. Hubo por lo tanto episodios, o roces momentáneos con Szyszlo, que debido al trato de muchos años se pudieron disipar rápidamente. No así quizá algún malentendido que acaso se diera entre nosotros. Una vez le dije a un amigo mutuo: menos mal que Octavio es mexicano. Podemos así hablar del azteca Paz. Imagínate que hubiera sido peruano. ¿A quién se le ocurriría decirle el inca Paz? Ese amigo se lo contó a otro y ese a otro más. Todos rieron la cosa y todos sabían que en nada comprometía mi admiración por el mexicano. Pero no hay que dudar de que con eso alguien sembrara cizaña.

¿Qué queda, pregunta? La imagen de un hombre brillante y generoso. Generoso hasta en su forma de compartir las ideas. Muchas veces pensé hacer un viaje a México especialmente para verlo y aclarar lo que hubiera que aclarar. Aquí sí se podría hablar de limar asperezas. No lo hice. Lo lamento. Lo lamentaré siempre. Me honra haberlo tratado. Siento que conocerlo fue como darle un abrazo a Teotihuacán.



Tengo entendido que el escritor, poeta, Juan Carlos Flores, quien reside en La Habana, está realizando una antología de su poesía. No estoy seguro hasta dónde puede abundar en el tema, pero, me gustaría preguntarle sobre la poesía cubana de los 80-90. Sobre la ensayística, que alguna vez me ha comentado de modo elogioso.



Por fin el doble agente de la CIA y el G2 le ha informado bien. Es cierto lo de la antología. Pero en realidad no tengo muchas noticias al respecto. Hubo que esperar por una difícil carambola para hacer llegar a Cuba mis publicaciones, que casi no circulan. Ahora están allá. Y sí, en las buenas manos de Juan Carlos Flores, a quien no tengo el gusto de conocer, excepto por algunas entregas cibernéticas y su Vegas Town, que recibí de Nueva York gracias a un amigo suyo, y que me ímpresionó mucho por la tensión como de bordón que se sostiene a lo largo de la grabación, y por lo conmovedora que esta resulta en la voz del propio poeta.


Lamentablemente conozco poco lo que se está haciendo en la isla. Culpa del holocastro cubano. Me entero a través de blogs como el suyo o el de Jorge Ferrer. Pero hay mucha gente valiosa, dentro y fuera, tanto en poesía como en narrativa y ensayo. Ya mencioné a Antonio José Ponte. He leído varios artículos suyos, todos excelentes. La prosa de Jorge Ferrer tiene mucho filo. Lo considero un samurai. Rafael Rojas nos ayudará a todos a pensar a Cuba, a ponerla en una balanza y tomarle el peso, como hiciera Piñera en poesía. Ojalá eso pueda ser pronto y sin el lastre dinástico que llevamos como dos maderos cruzados. A cada rato me sorprenden cosas interesantes en la revista Encuentro. También en algunos blogs que se hacen en la isla, que para mí tienen el valor añadido, a la calidad, de la valentía. Lamentablemente yo no navego en Internet. Yo más bien naufrago. No estoy al timón ni en la proa de la Santa María. Floto en un pecio. O en las entrañas de un pez que no es tal, sino ballena vacía.



La semana pasada* en una conferencia que diera el escritor, notario, corregiría, Lorenzo García Vega, aquí en Madrid, decía que ya él no quería regresar sobre las ruinas que habían dejado los Castro. Que sin embargo le gustaría más morir y ser enterrado en Argentina. Eso me hizo cavilar que también uno es de donde lo asuman, a la obra. ¿Ha pensado alguna vez en regresar, leer poemas en La Habana? ¿Se lo han propuesto?


¿Podré regresar a La Habana que conocí con mi padre? ¿Podré recorrer el Paseo del Prado, entrando por los dos leones, la Manzana de Gómez, el Malecón, sin que el pecho me salte a los ojos? De repente recuerdo algo para el entrevistador papilado: las tortas de almendra de la Casa Suárez, también sus pastelitos de carne y sus sandwiches, que al morderlos parecían mosaicos bizantinos por sus entreverados colores. ¿Más? Tres restaurantes: el Zaragozana, el Floridita y La Moda, este último mucho menos conocido. Lástima que de niño no arriesgara el paladar en territorios ignotos. Ahora lo haría. ¿Pero qué quedará de esto? Tendría que ir a conocer otra Habana, otra Cuba. Se me encogerían hasta los huesos al sentir las ausencias. Sé sin embargo que hay cosas que no cambian. O cambian muy poco. Eso quiero pensar. Además en lo nuevo, en la gente nueva, hay puertas que se abrirían y me permitirían recomponer todo aquello que en jirones dejó un rompecabezas. Quizá una de esas puertas se abra hacia Guantánamo. Ahí sí me espera un pañuelo.



Si se quiere despedir de los lectores, sea bueno sepa que en Cuba, por lo menos diez o doce de esos chavales y chavalas que tienen ahora entre 20 y 25 leen Efory Atocha (cuando pueden) . Yo ya sabe le agradezco la cercanía, su tiempo. Muchas gracias.



Al revés cargo las botas. Así reza un viejo y olvidado refrán venezolano que aprendí de mi suegra. En este caso quiere decir que el agradecido soy yo. Tratando de ser sincero, he sido prolijo. Pido disculpas. Hubiera podido ser sincero, acaso más sincero, callando algunas cosas. Ojalá pronto, todos juntos, los que he mencionado aquí y también los que no he mencionado, podamos celebrar la ausencia de tantas ausencias en nuestras particulares ruinas del latín, el sabroso español de la isla que yo he tratado de conservar en tierras lejanas, hasta en otra isla lejana, la de Manhattan. Nebrija y Villalón por un lado, pues, y por otro Celina y Reutilio. Que sea castellana la gramática y el punto cubano. Muchas gracias.

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* Día 2 de Junio. Texto de la presentación de LG. Vega.



Octavio Armand, Guantánamo, 1946. Vive en el exilio desde 1961.

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